¡No quiero, no quiero, no quiero, yo no
quiero escribir este poema! “¡Poema, vete!”, le digo, pero se queda conmigo,
jodiendo, y, verso a verso, me quiere recordar que no estás. No estás. No estás
en ninguna parte, en ninguna parte me tocas. Por eso, solo por eso, quiere el
poema que lo escriba (y digo “solo” con una soltura…). Qué poco dócil es este
poema y qué ingenuo. No hay forma de hacer que entre en razón. “¡Eres tonto,
poema!”, le digo.
El muy tonto no se da cuenta de que no
conseguirá sacarme de ti lo indecible: qué importarán las letras que coja de
aquí o de allá para decirte. No comprende (es tonto, ya lo he dicho) que yo
quiero de ti lo mudo, lo que me grita.
Me saca de quicio este poema. Yo venga a
hablar de ti con la luz, y él empeñado en decirme no sé qué de boca, de piel,
de ojos… ¿Cómo le hago yo ver a este poema tonto que aquí no pinta nada el
cuerpo? ¿Cómo le planto cara? ¿Cómo le digo que por ahí no van los tiros?
Se pone más tontito cada vez el poema. Lo
noto. Se pone chulo conmigo incluso. ¡Conmigo! ¿Dónde se ha visto que un poema
lleve la contraria al poeta? Me trata como si yo fuera su marioneta, y por ahí
no paso. “¡Por ahí no paso!”, le digo.
Hace ya rato lo amenacé. Le dije que, de
seguir así, lo convertiría en prosa. Ni con esas. No desiste. No hay forma de
doblegarlo. Entramos en un bucle, en una dialéctica sin verso ni concierto para
ver quién se la lleva de los dos. Ha pasado otras veces y, llegados a este
punto, yo ya sé que no habrá brújula que reoriente el asunto para llegar al
quid del poema, al verso de aquí paz y después gloria, que nos vuelva a poner
de acuerdo, sin rimas ni condiciones, para escribirte como mereces. “Déjalo
ya”, le digo, cansada. Pero él no para… Él malmete con su rollo metafísico,
habla del alma como si tal cosa y recalca la palabra “amor” como si con eso
pudiera arreglarlo todo. Se pone cursi el poema, sí, qué le vamos a hacer… Y
no, no es eso lo que yo quiero… Pero ¿qué otra cosa podría esperarse de este
maldito poema tonto? Al final cedo yo, como siempre, y le tiendo tres versos
más en son de paz antes de dar la causa por perdida.
“Se le veía venir”, me digo, igual que tú
me viste llegar de lejos a mí, mucho antes de desnudarme.
Subestimé al poema. Algo me dice que, de
haber confiado más en él, ahora, de algún modo que no sé explicar, tú estarías
aquí. Me ha vuelto a pasar. Me he vuelto a quedar completamente sola:
sacrifiqué el poema. Convertí en prosa los que iban a ser sus mejores versos,
los más acertados, esos que algún día tú echarás en falta… y todo ha sido en
vano: no estás. Lo peor de todo es que, en este justo momento, no puedo sino
reconocer que él, el poema, tenía razón. Ahora me doy cuenta, ahora que ni
siquiera está él para que me hable de ti.
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