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lunes, 16 de octubre de 2017

Camila, ¿sabes tú que no eres libre?

Tendría nueve años cuando me regalaron aquel pajarito. Era hembra y mi padre eligió su nombre, como antes decidió que yo me llamara Andrea. «Camila, ¿sabes tú que no eres libre?», le preguntaba a nuestra blanca periquita cuando nadie miraba. Ella, ni pío. Me reconfortaba pensar que, si no sabía que no era libre, la jaula no podía ser para ella un gran problema, siempre que no le faltaran ni agua ni alpiste. Me reconfortaba de lunes a viernes. Los fines de semana, mientras limpiábamos la jaula, Camila volaba de acá para allá en una celda más amplia, el salón. Qué corto era su vuelo, pero qué alboroto, pero qué algarabía, pero qué revuelo. Pero qué difícil hacer que volviera dócil a su columpio, entre los barrotes de la más hermosa jaula que pudimos comprar. Conforme ella ganaba altura, a aquel simple razonamiento mío le crecían alas de duda. Imagino que por esas quebradizas extremidades con que se movían mis pueriles certezas, algunos días premiaba la paciencia de Camila con un gajo de manzana. Lo engarzaba entre dos varillas, y ella picoteaba con furia la carne ácida de la fruta hasta que parecía entender que, cuando acabara con ella, no iba a ocurrir nada nuevo, y cesaba en su empeño. El pedazo del fruto acababa siempre por oxidarse.

También el óxido volvió inservible aquella primera idea de que la jaula no era un problema si ella no sabía que no era libre, y con el tiempo me socorrió una algo más lírica: no podía volar, no, pero no habría jaula que detuviera su canto. Creo que esto ocurrió en la misma época en que acudió a mí la idea del alma para abatir a los fantasmas con los que convivía desde que muriera mi abuelo. El alma era esa cosa extraña que no parecía estar bajo mi dominio por no necesitarme para existir, pero que me sosegaba ante la ausencia, y ante el silencio, y ante todo cuanto me arañaba en el envoltorio de un estado de paz retractilado. Por entre los barrotes, la garganta de Camila salía a su voluntad, desecha en nanométricas plumas de alma y aire. Sí, la idea del alma molaba. Resolvía el asunto de mi mala conciencia de un modo hermosamente cómodo. Al menos así fue durante un tiempo. Cuando en mi propio cuerpo reconocí el miedo y la rabia, se agotó el lirismo, y a la idea del alma se le cayeron las alas. Fue en su otoño y fue en mi adolescencia, y donde antes podía imaginar alas, entonces crecieron peros. Mi volumen aumentó, no en vano los peros pesan y pueden llenarlo todo sin procurar la sensación de plenitud con que se camufla la vacuidad del placer efímero. Sí, fueron los peros por los que dejé de ser niña, los que me hicieron definitivamente mujer. Una mujer pequeña que aún no sabía batir sus alas.

No sé si Camila murió satisfecha, pues su canto nunca dio a mis preguntas una respuesta para mí comprensible aún, por muy bella que me pareciera. Una mañana se desplomó del columpio y dejó mi curiosidad intacta: ¿sabría aquel pájaro que no era libre sino domesticado? ¿Sabría que el fin de sus días era llenar aquella jaula y, desde allí dentro, en silencio o cantando, ser adorno de un salón? Murió vieja aquella periquita, pero su vida no fue lo suficientemente larga como para que a mí me diera tiempo a comprender que no bastaba que ella no se supiera en cautividad para que yo pudiera tolerarlo. Yo sí sabía que no era libre. Saberlo debía haber bastado para que, cualquiera de los muchos días que estuvo con nosotros, yo hubiera dejado de preguntar al pájaro y, en su lugar, hubiera abierto su jaula y nuestra ventana, y la hubiera invitado a volar, a escapar de mí, a dejar de ser adorno y ser completamente pájaro. Incluso aunque hubiera muerto en el intento.

Yo sabía que no eras libre, Camila. Nada que lo justificara debía haberme reconfortado. Lo aprendí tarde, cuando caíste del columpio y enterré tu cuerpo, pero no tu canto, porque cuando me siento alegre, mi corazón pía, porque cuando sea libre, me sentiré pájaro como tú no lo fuiste. Y para que no lo olvide, tengo izado tu recuerdo como bandera blanca de mi conciencia.

andrea mazas

The Remembrances of the Soul, de Michael Vincent Manalo

domingo, 24 de septiembre de 2017

diatriba

Quita de ahí, me digo,
que no me dejas verme.


andrea mazas

reseña

"Me encanta el poema que le has escrito a tu abuela", 
escribió en un wasap tras leer 
lo que su hija le había escrito a ella.

andrea mazas

sábado, 23 de septiembre de 2017

trabajo

Voy al trabajo, digo, y callo. 
Callo que trabajan por mí 
las mujeres de mis ojos apagados, 
las de las manos de plomo,
las de vientre y pecho plano. 
No se sientan a la mesa con nosotros: 
dejan el pan y se marchan, 
no duermen contigo, no te abrazan, 
no leen el calor. Ellas no. 
Trabajan y pueden con todo 
menos conmigo, 
no escuchan tus canciones, 
desconocen la caricia, 
no amamantan y me detestan 
porque quedo en casa, aliviada, 
liviana, sin su cansancio, 
sin sus ojeras, húmeda y abierta, 
y frágil, tan frágil como un pájaro,
pero ligera, tan ligera, porque con ellas 
se llevan mi voz y mi boca, y tú, 
tú no me encuentras y no puedes besarme. 
Tan delgada quedo, me dejan, 
que el llanto de mi hija no calmo 
porque estoy desdoblada, 
partida en sus pedazos, sin truco, 
y de mis ideas no mana leche 
pero sí semillas de síes 
que los cachorros no mastican,
palabras dulces, de masa madre, 
arrullo, te quiero, pausa, la mirada 
libre en la ventana abierta. 
Los dejo en casa. Son, con vosotros, 
mi tribu, nuestros ritos, la paz en todo. 
En ellos espero detenida a las oficiales 
de mis ojos tristes, de mis manos tristes. 
Llegarán a casa y soltarán la cuerda 
que ata a mi animal en su jornada,
dejarán el pan y se marcharán, 
y yo tendré sin ellas, por fin, una casa, 
esta casa, y estaré en mi aldea, entera, 
al fin, sin ellas, otra vez.

andrea mazas