Uno se pone el chándal y las playeras de la memoria
para recordar cómodamente la
niñez,
no sin cierta indulgencia.
Perono sin cierta indulgencia.
¿qué hacer cuando se atraviesa en el pensamiento
una de esas nubes que se atragantaban
en los recreos de la infancia?
Con más de una se enfadó la boca…
Sin duda, las de piel y espinas
eran las más tozudas.
Costaba tragarlas:
patinaban en la lengua,
se enganchaban en la garganta.
Hasta que no decías
mamá, papá, amigo, columpio,
canica, belleza,
ahí seguían,
arañando el miedo.
Más de una vez sentí
cómo volvían a treparme los muros
después de haberlas digerido.
Es curioso que ahora,
que me quedan pequeñas las
diademas
y los zapatos de charol hacen
claqué con los recuerdos,
que el tiempo amenaza con una
cuenta atrás
y se ennegrece un poquito más
cada vez,
que quiero volver a esconderme
detrás del sofá y de las
cortinas,
que las tardes por delante no son
un coche chocón, una noria, un
tiovivo,
ni los paseos y primeros ladridos
de mi cachorro
—pero siguen los golpes de frente
y el arriba abajo, arriba abajo,
y las luces naranjas y amarillas,
y el trueque de cromos en los
parques,
y los pies descalzos en la hierba
el primer día de cada verano—,
ahora
que ciertas pausas siguen
sabiendo a mayuca y a mantequilla
y huelen a leche caliente en el
cazo y a cloro y a sal,
ahora
que algunas tardes se estrangulan
con las costuras
y deshilachan los retales hechos
a punto y amor por mi abuela,
como si tejiera la tristeza de no
haberle respirado la voz
—una vez más, una vez más, una
vez más—
y haberle cogido la mano más
fuerte al gran hombre
antes de que se fuera a navegar
el cielo negro,
ahora
que alguna hora de la noche
es mercromina
y empapa los pañuelos y los ojos
sin que sequen el llanto mudo
ni cierren la herida que no se
ve,
ahora
presiento cómo vuelve el
berrinche
cuando las nubes de la infancia
saludan
desde un rinconcito del papel
o desde la oscuridad del ser,
cuando aceleran el pulso y hacen
ruido en los engranajes,
cuando chirrían en la cadena de
mi primera be hache
y hacen mate a las fotografías
que no retratan
todas las sonrisas de aquella
niña de peto que sólo quería
quitarse los patines de la bici y
los manguitos
y sangrar la primera caída o
beber la primera aguadilla,
ahora
es fácil hacer las paces con
ellas,
con mis nubecitas,
y les pongo cielos y trabas en la
boca
para que en ella se queden
y lluevan o clareen
mientras voy ajustando el
uniforme de la memoria
para darle la talla precisa a
este presente,
en el que no hay día sin placeres
porque entonces, con el ser a
medias,
nunca me faltó una nube.
andrea mazas
'The Cloud Eaters', de Joe Webb |
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