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viernes, 6 de abril de 2012

las nubes de la infancia



Uno se pone el chándal y las playeras de la memoria
para recordar cómodamente la niñez,
no sin cierta indulgencia.
Pero
¿qué hacer cuando se atraviesa en el pensamiento
una de esas nubes que se atragantaban
en los recreos de la infancia?


Con más de una se enfadó la boca…
Sin duda, las de piel y espinas
eran las más tozudas.
Costaba tragarlas:
patinaban en la lengua,
se enganchaban en la garganta.
Hasta que no decías
mamá, papá, amigo, columpio, canica, belleza,
ahí seguían,
arañando el miedo.
Más de una vez sentí
cómo volvían a treparme los muros
después de haberlas digerido.

Es curioso que ahora,
          que me quedan pequeñas las diademas
          y los zapatos de charol hacen claqué con los recuerdos,
          que el tiempo amenaza con una cuenta atrás
          y se ennegrece un poquito más cada vez,
          que quiero volver a esconderme
          detrás del sofá y de las cortinas,
          que las tardes por delante no son
          un coche chocón, una noria, un tiovivo,
          ni los paseos y primeros ladridos de mi cachorro
          pero siguen los golpes de frente
          y el arriba abajo, arriba abajo,
          y las luces naranjas y amarillas,
          y el trueque de cromos en los parques,
          y los pies descalzos en la hierba
          el primer día de cada verano,

ahora
          que ciertas pausas siguen sabiendo a mayuca y a mantequilla
          y huelen a leche caliente en el cazo y a cloro y a sal,

ahora
          que algunas tardes se estrangulan con las costuras
          y deshilachan los retales hechos a punto y amor por mi abuela,
          como si tejiera la tristeza de no haberle respirado la voz
          —una vez más, una vez más, una vez más
          y haberle cogido la mano más fuerte al gran hombre
          antes de que se fuera a navegar el cielo negro, 

ahora 
          que alguna hora de la noche es mercromina
          y empapa los pañuelos y los ojos
          sin que sequen el llanto mudo
          ni cierren la herida que no se ve,

ahora
presiento cómo vuelve el berrinche
cuando las nubes de la infancia saludan
desde un rinconcito del papel
o desde la oscuridad del ser,
cuando aceleran el pulso y hacen ruido en los engranajes,
cuando chirrían en la cadena de mi primera be hache
y hacen mate a las fotografías que no retratan
todas las sonrisas de aquella niña de peto que sólo quería
quitarse los patines de la bici y los manguitos
y sangrar la primera caída o beber la primera aguadilla,

ahora
es fácil hacer las paces con ellas,
con mis nubecitas,
y les pongo cielos y trabas en la boca
para que en ella se queden
y lluevan o clareen
mientras voy ajustando el uniforme de la memoria
para darle la talla precisa a este presente,
en el que no hay día sin placeres
porque entonces, con el ser a medias,
nunca me faltó una nube.
 

andrea mazas

'The Cloud Eaters', de Joe Webb




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