La mujer de
las ondas hertzianas se asombra, ingenua, de que el agua pueda crujir. Ni
siquiera antes de que Huidobro le desvele que habla de restos de huesos, ella
ni si quiera es capaz de pensar que el hielo, al fin y al cabo, es agua y que,
si se mastica, cruje. ¿Quién es el responsable de recursos humanos de esta
emisora?
Tengo que
reconocer que su voz de caramelo no se me quita de la cabeza desde hace un par
de semanas. Tengo el tímpano pegajoso de su azúcar quemado a pesar de su
ingenuidad. No: la ingenuidad convierte sus cuerdas vocales en una fábrica de
piruletas.
Durante el
día es fácil no pensar en ella. Camino con sabor dulzón, pero ya es primavera y
las mujeres empiezan a dejar al descubierto sus hombros, finos o gruesos,
dorados o blancos.
Mi madre dice que cuando era pequeño, al dejarme en brazos de una
mujer extraña, estrellaba mis fauces en uno de sus hombros como no hacía con
ninguna otra cosa. Al iniciarme en el mundo de las palabras, a papá y mamá siguió el vocablo malanena
cuando precipitaba sobre los hombros femeninos mis delicados y recién estrenados
incisivos. Dice también mi madre que también decía esto cuando iba con ella al
supermercado y, al pasar por la sección de bollería, se ponían a mi vista, no
así a mi alcance, cientos de bolsas de magdalenas. A pesar del posible parecido
fonético, a pesar del sabor a almendra que tienen algunos hombros que después
he tenido el gusto de llevarme a la boca, no encuentro parecido alguno entre
una magdalena y un hombro de mujer. Sí puedo decir, después de chupar algunos
ya sin dientes de leche, que ciertos hombros guardan cierto sabor a almendra.
Pero de magdalena, ni forma, ni leches, ni nada de nada. Cuando decía malanena, quizá quería decir exactamente
esto.
No sabía todavía cómo eran los hombros de la mujer de las ondas
hertzianas, o si parecerían magdalenas, o sí tendrían sabor (dios quisiera que
sí, pensaba) de cierto fruto seco. Lo que sí sabía era que Madrid se llenaba de
hombros descubiertos al llegar el calor. Y, con los hombros descubiertos,
llegaba hasta mí un olor de almendras dulces que despertaba los sentidos que el
frío mantenía, como protegidos por una gruesa capa de grasa animal, en un
estado de hibernación, el mismo que terminaba justo en el momento en que en los
escaparates del Corte Inglés aparecía el primer maniquí con vestido blanco de
gasa y tirantes y un enorme cartel que indicaba «Ya está aquí la Primavera». Me
hacía cargo del laborioso trabajo que hacían los escaparatistas, quienes de
verás conseguían —mientras yo pasaba mis noches perdido en el tono acaramelado
de la mujer de las ondas hertzianas— adelantar, cada año un poquito más, la
sensación de calor incipiente y, con él, la urgencia de sacar a la luz esos
trapitos que precipitaban mi existencia al universo sensitivo en que me iba a
ver sumido en los siguientes meses, sin que pudiese ni quisiera hacer nada por
evitarlo.
Gustaba, a partir del estreno de la primavera, de pasear durante
horas, cuando el resto de obligaciones lo permitían. Ay, la primavera. Demasiadas
mujeres bellas recorren a mediodía la Gran Vía, y demasiadas son también las
chicas que llenan las callejuelas laberínticas del barrio de Lavapiés por la
tarde. Estas, sin duda alguna, son mis preferidas. Como queriendo dar la
impresión de que poco les importa la estética, son, en cambio, las que más se
preocupan por que los jeans estén en
el punto justo de su deterioro. Con su meticuloso moño de aspecto improvisado,
sus pulseras artesanales de cuero como cuentas de su vida en sus delgadas muñecas
—cada una con su historia, como un marinero, dicen, tiene una mujer en cada
puerto—, el estudiado corte sin remate que abre el cuello de la camiseta —de
tal forma que caiga de un modo tan sugestivo, dejando sólo uno de los hombros a
la vista—… Listas para el baile de las últimas horas de un día de primavera,
dan cuerda a sus sandalias de cuero de camino a la Filmoteca para tomar nota de
la cartelera de la semana que empieza. Hay días en que, como si se firmara un
consenso, pueblan con sus bicicletas el barrio y, pedaleando calle arriba,
calle abajo, se convierte la zona en el circuito más sublime. Comienza el tour
de las ninfas en Tirso de Molina para dejar después exhaustos a los tenderos de
Magdalena y, cuando queda atrás Antón Martín y comienza el desfile en Santa
Isabel, los mercaderes ya no echan en falta los árboles de su calle de cemento
viejo. Esto es sólo un ejemplo. También son sitios predilectos de sus encantos la
Casa Encendida o la plaza a la que se abre el Reina Sofía. Tienen aquí el
púlpito donde el sol es más generoso con sus pieles, donde extraen de sus
mochilas de colores Muchos amores, una Casa de muñecas o un 13.99, donde se lían un cigarro para
fumar tranquilas mientras avanzan en sus lecturas y obsequian, sin saberlo, a mirones
como yo con una deliciosa imagen, que es, a mis ojos algo así como la
trasposición posmoderna de la Primavera de Botticelli —¿dónde estará la concha
que se abre a lo virginal?—. ¿Exagero? Es posible, pero he pasado muchas,
incontables, horas, durante varios años, observando a estas princesas urbanas, como
si sólo existiesen para mí cuando presto toda mi atención a su visión y cuyas
orejas, de no llevarlas al descubierto, pensaría que terminan en pico… de modo
que, si no me creen, les sugiero un paseo por estos parajes para que descubran,
como yo he hecho, sus caprichos visuales.
Sin embargo, a pesar de la belleza que encuentro en todas esas otras
mujeres, y de las cuales la vista me da crédito de su existencia, no consigo
quitarme del pensamiento a la mujer de las ondas hertzianas. Sé —y por ello no
me he atrevido aún a confesarme a nadie mínimamente conocido— que esto está
empezando a tildarse de patológico.
Sé también que no hay más antídoto para ello que arrastrar a la mujer
de las ondas hertzianas desde la invisibilidad intangible que alcanza cuando se
pone tras el micrófono hasta una materialidad inevitable. Su voz, preciosa,
empieza a ser insignificante si la comparo con cada una de las imágenes que le
he otorgado. Necesito dejar de imaginar. Necesito palpar su realidad.
En el trabajo, mis compañeros empiezan a preocuparse. Mi cansancio es
cada día más alarmante. Me preguntan si paso mala noche. No: la paso buena. No
tan buena, porque sólo está su voz, pero hasta ahora no he tenido nada más, por
lo que tampoco hay nada que eche de menos. Su voz, esa voz… Incluso los
silencios entre palabra y palabra empiezan a resultarme elocuentes…
Lo tengo todo calculado. Salgo del trabajo a las veinte horas. Tardo
en llegar a casa alrededor de cuarenta y cinco minutos. Siempre me he caracterizado
por ser un tipo precavido, así bien tengo calculado un margen de quince minutos
para cualquier contratiempo que pueda surgir. A las veintiún horas, si todo ha discurrido según lo previsto, me encuentro en el ascensor, con toda seguridad entre el
quinto y el sexto. En el octavo, se abre la puerta, introduzco la llave en la
cerradura, entro y voy colocando cada cosa en su sitio según me voy despojando
de ellas para ganar tiempo. Me lleva alrededor de cinco minutos estar cómodo:
descalzo y con un pantalón de chándal viejo, sin camiseta. Me enciendo un
cigarro mientras quito el envoltorio del casete, lo introduzco en el equipo y
sintonizo la emisora. Programo el equipo para que se encienda de forma
automática a las veintiuna cincuenta y cinco. Cocina: abro el frigorífico,
elijo uno de los tupperware que la
asistenta ha dejado preparados con la cena de los próximos dos días y al
microondas. Un minuto y medio para colocar vaso de agua, cuchillo y tenedor,
yogur azucarado y cuchara sobre la mesa, y ¡ring!: cena caliente. Como tranquilo
mientras veo el telediario. Apago el televisor al llegar la sección de deportes
en el momento justo en que quito la tapa al yogur. La hora se acerca. Restos, a
la basura, y lo demás, al lavavajillas. Cigarro encendido: veintiuna y
cincuenta y cuatro. Una calada más y comenzará la grabación. Una calada más y…
dentro sintonía. Apago el cigarro: «Buenas noches. Aquí comienza…». Aquí
comienza la vida: la mujer de las ondas hertzianas vuelve a romper su silencio.
andrea mazas
andrea mazas
En la fotografía, Jack Kerouac. (Fuente: http://www.fahrenheitmagazine.com/) |
No hay comentarios:
Publicar un comentario