I
Tambaleándose atravesó
el local hasta alcanzarme en la barra. Dejó junto a mi cerveza una servilleta y
se presentó. Hacía tres meses que Roberto sobrellevaba el alta con un preciso
menú diario de ansiolíticos y otras pastillas de felicidad microgranulada, y
nueve desde que una imprevista depresión de su bipolaridad había añadido a su
historial médico un tercer intento de suicidio. Mientras me acariciaba la venda,
dijo: «Dicen que solo quiero llamar la atención, pero tú sabes
que ser un suicida no es tan fácil como lo pintan».
Habíamos
perdido toda esperanza, quizá por eso los días, todos, transcurrían como
sábados. Todos los días eran fiestas de guardar. Las horas pasaban entre cada
culo de cerveza caliente que, sin más que llevarnos a la boca, desayunábamos en
la resaca de la noche anterior para que pasasen mejor los tranxilium que
devorábamos como golosinas. Las botellas vacías rodaban por el suelo ahora sin
mensaje. Éramos náufragos que no creían en rescates, náufragos haciendo de la
supervivencia el más eficiente de los suicidios. Él prometió quererme hasta que
me diera asco. «Te daré todo, incluso la
halitosis y la boca seca del día después», me escribió en una servilleta que agradecía nuestra
visita al antro en el que lo conocí, y al dejarme besar, después de confesarme
que con él conocería Bagdad, me alistaba, sin saberlo aún entonces, para ser un
efectivo en la guerra en la que él venía combatiendo desde que salió del
psiquiátrico. No había nada que celebrar y, sin embargo, habíamos conseguido
hacer de la vida una continua fiesta, triste, en que levantábamos botellín tras
botellín para brindar por nuestra destrucción, mirando de reojo a la vida y
sonriéndola con ironía pensando que era ella quien nos había fallado. Ya no
hablábamos de frustraciones, porque ya no importaban, y si no importaban de
nada servía hablar sobre ellas. En cambio, el silencio no hacía que no
existiesen y era por eso por lo que nos entregábamos con tanta pasión a la
cuenta atrás de lo efímero. Cada uno llevaba las suyas a rastras en la maleta
invisible, camufladas entre la inmortalidad que nos prometíamos en el viaje con
destino fracaso.
Habíamos olvidado todo en lo que alguna vez habíamos creído.
Roberto sería director de cine; yo, guionista. Eso habíamos dicho tiempo atrás.
¿Y ahora qué? Los sueños los escondimos bajo la cama para que entretuvieran
ellos al resto de fantasmas infantiles que, si les dejábamos, aún nos
asustaban. Allí estaban todos jugando al escondite inglés: el hombre del saco y
el coco y la mano de una madre levantada en el aire paralizada antes del
guantazo. Mientras, nosotros, con los ojos cerrados, contábamos con los dedos de
las manos —y sobraban— los días que no pasábamos somnolientos. El tiempo era la
suma de los centilitros y los gramos con los que amenizábamos el viaje por la
tierra. Lo cierto es que no había mucha diferencia con los días que ya no
recordábamos, pero ya no nos reprochábamos cada chute de irrealidad y desidia.
Sabíamos lo que los demás pensaban de nosotros: su sentimiento iba de la
compasión al asco; las cajeras nos miraban de lado mientras metían las cervezas
en una bolsa y trataban de no tocarnos demasiado al poner la vuelta en nuestra
mano. Pero nosotros no éramos tan diferentes, y nuestro sentimiento, a pesar del
buen olor de las cajeras, de todas las chicas buenas, era exactamente el
mismo. Ellas rendían culto a la imagen, usando de ese regusto de cosmética
barata tratando una cierta semejanza con la que el resto tenía de ellas y de sí
mismos. Nuestro olor era peor, sí, pero era el nuestro, sin falsetes ni más
afeites que los que una toalla limpia nos permitiesen. Y, con la cara limpia,
saltábamos de noche en noche mandando la imagen al carajo.
andrea mazas
andrea mazas
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