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domingo, 20 de octubre de 2013

la pecera



Sé que te intuyo más de lo que te sé.
Veo venir de lejos al hombre que estás a punto de ser
mientras el niño que estás siendo le susurra
a la niña que le crece a mi mujer.
Son ellos quienes pasean ciertas horas
por las playas que inventa la ausencia,
como jardines de infancia sin tutores
donde hacerse los recreos y morderse la merienda.
Levantan torres de babel,
combaten a los dragones con tu lápiz de arena,
lanzan una red de risas al agua, y, de repente,
el mar se abre como una boca,
una pecera gigante de amor salado.

Después se quiebra el sueño, y él se esconde.
La inocencia escribe el último verso de la noche.

En el punto final te encuentro, esa isla minúscula
que pone mi mujer, que borra tu hombre.
Nuestros niños se hacen los muertos sobre la duda.
Nos extrañamos en el sueño que despierta el deseo.
Luego poco más: la noche vuelve a su sitio

y avanza en silencio.

andrea mazas


De la serie 'Nell'acqua', del ilustrador italiano Lorenzo Mattotti

viernes, 18 de octubre de 2013

¿y ahora qué?



I

Tambaleándose atravesó el local hasta alcanzarme en la barra. Dejó junto a mi cerveza una servilleta y se presentó. Hacía tres meses que Roberto sobrellevaba el alta con un preciso menú diario de ansiolíticos y otras pastillas de felicidad microgranulada, y nueve desde que una imprevista depresión de su bipolaridad había añadido a su historial médico un tercer intento de suicidio. Mientras me acariciaba la venda, dijo: «Dicen que solo quiero llamar la atención, pero tú sabes que ser un suicida no es tan fácil como lo pintan». 


Habíamos perdido toda esperanza, quizá por eso los días, todos, transcurrían como sábados. Todos los días eran fiestas de guardar. Las horas pasaban entre cada culo de cerveza caliente que, sin más que llevarnos a la boca, desayunábamos en la resaca de la noche anterior para que pasasen mejor los tranxilium que devorábamos como golosinas. Las botellas vacías rodaban por el suelo ahora sin mensaje. Éramos náufragos que no creían en rescates, náufragos haciendo de la supervivencia el más eficiente de los suicidios. Él prometió quererme hasta que me diera asco. «Te daré todo, incluso la halitosis y la boca seca del día después», me escribió en una servilleta que agradecía nuestra visita al antro en el que lo conocí, y al dejarme besar, después de confesarme que con él conocería Bagdad, me alistaba, sin saberlo aún entonces, para ser un efectivo en la guerra en la que él venía combatiendo desde que salió del psiquiátrico. No había nada que celebrar y, sin embargo, habíamos conseguido hacer de la vida una continua fiesta, triste, en que levantábamos botellín tras botellín para brindar por nuestra destrucción, mirando de reojo a la vida y sonriéndola con ironía pensando que era ella quien nos había fallado. Ya no hablábamos de frustraciones, porque ya no importaban, y si no importaban de nada servía hablar sobre ellas. En cambio, el silencio no hacía que no existiesen y era por eso por lo que nos entregábamos con tanta pasión a la cuenta atrás de lo efímero. Cada uno llevaba las suyas a rastras en la maleta invisible, camufladas entre la inmortalidad que nos prometíamos en el viaje con destino fracaso.

Habíamos olvidado todo en lo que alguna vez habíamos creído. Roberto sería director de cine; yo, guionista. Eso habíamos dicho tiempo atrás. ¿Y ahora qué? Los sueños los escondimos bajo la cama para que entretuvieran ellos al resto de fantasmas infantiles que, si les dejábamos, aún nos asustaban. Allí estaban todos jugando al escondite inglés: el hombre del saco y el coco y la mano de una madre levantada en el aire paralizada antes del guantazo. Mientras, nosotros, con los ojos cerrados, contábamos con los dedos de las manos —y sobraban— los días que no pasábamos somnolientos. El tiempo era la suma de los centilitros y los gramos con los que amenizábamos el viaje por la tierra. Lo cierto es que no había mucha diferencia con los días que ya no recordábamos, pero ya no nos reprochábamos cada chute de irrealidad y desidia. Sabíamos lo que los demás pensaban de nosotros: su sentimiento iba de la compasión al asco; las cajeras nos miraban de lado mientras metían las cervezas en una bolsa y trataban de no tocarnos demasiado al poner la vuelta en nuestra mano. Pero nosotros no éramos tan diferentes, y nuestro sentimiento, a pesar del buen olor de las cajeras, de todas las chicas buenas, era exactamente el mismo. Ellas rendían culto a la imagen, usando de ese regusto de cosmética barata tratando una cierta semejanza con la que el resto tenía de ellas y de sí mismos. Nuestro olor era peor, sí, pero era el nuestro, sin falsetes ni más afeites que los que una toalla limpia nos permitiesen. Y, con la cara limpia, saltábamos de noche en noche mandando la imagen al carajo.

andrea mazas

domingo, 13 de octubre de 2013

nosotros



el mundo, inabarcable, y nosotros,
solo un punto en su rastro,
tan pequeños, tan suyos,
hasta que me das tu mano 
y todo sucede al revés

andrea mazas



Fotografía de Rob Woodcox

jueves, 10 de octubre de 2013

sombra sin fractura



Había una vez (y fueron tantas veces)
un hombre que adoraba a una mujer.
Había una vez (la vez fue muchas veces)
que una mujer a un hombre idolatraba.
Había una vez (lo fue muchas más veces)
una mujer y un hombre que no amaban
a aquel o aquella que los adoraban.
Había una vez (tal vez sólo una vez)
una mujer y un hombre que se amaban.
('Cuento de hadas', de Robert Desnos)


Llegados.                   
Perdido el pasaporte en la boca.
Cesa la lluvia bajo un techo,
sobre dos cuerpos sin ropa.
Un jazz azul de terciopelo
nos invita a vivir tranquilos,
mudar de besos y sueños
esta orilla de sábanas,
esta balsa sin remos.

Mis pies descalzos:
se van de paseo
mis botas con tus zapatos.
Me quitas la falda en español,
en francés enredadas mi pelo.
Dejo doblada mi piel
en el cajón de tus manos.
colgados los ojos en tus miradas.
Bautizas en tu boca mis brotes de placer.
No hay miedos que hagan sabotaje
al minuto preciso que marcan
las estrategias del deseo.
Las bragas recorren mis piernas;
tu cuerpo, vertido en mis manos.
Tus dedos dilatan en mis pezones
inviernos sin bostezo.
Tus manos se prueban caricias
de suave lana en mi pecho.
Mis caderas son un juego de líneas,
un escaparate de sensualidad
al que un duende te invita a asomarte:

baila su líquido vals de salivas calientes;
sigue el ritmo de la ternura
que se derrite en tu lengua;
rómpeme las medias
en un mapamundi ilegible:
obséquiate esos quince milímetros
de soledad y piel al descubierto,
habítame aun cuando parezca páramo;
resuelve la raíz cúbica de mi cuerpo:
un tercio de luz, dos de miedo;
regla de tres y falta uno:
ponle tu nombre
a mis indecibles zonas de recreo.

Me besas, me buscas el cuello.
Sin nudos las lenguas, me ganas.
Deja que esta sana locura haga el resto.
Quítate el cordón, desátate las manos, paséate a gatas,
ponte cómodo en mi calor,
inventa chopos en los brazos que abrazas,
ábrete el corazón.

Tus blancas uñas marcan mi espalda:
aráñame, lento dibújame
la cicatriz de tu deseo,
mi grave herida de fantasía
que tu saliva calma en silencio.
Tatúas letra a letra, palmo a palmo,
el alfabeto erótico que quiso negarme el pudor,
que pienso sola en mi cuerpo.
Recorre como un nómada los oasis de mi cintura,
como un turista del placer las capitales de mis curvas.
No dejes en mi carne geografía sin bandera:
en la ciudad de mis ingles sus calles te nombran,
mi centro te espera.

Frío, otra manta y otro amor.
Tus besos en mis ojos…
¿labios secos o sed de labios?
Al menos es seguro este abrazo,
este grito de guerra a la soledad.

Te otorgo todos los títulos:
monarca de mi pubis, dios de mi vientre.
Soy doncella en tu manantial de gozo sin sombras,
amazona a horcajadas en tu faro salvaje.

En esta noche incendiada
—ya casi modelado el cuerpo a cuerpo,
la medida la dicen los dedos—,
el fuego esboza una luz nueva.
En la noche en llamas,
tiendes puentes, brindo arcos,
creamos una arquitectura imposible
de carne y abrazos.

La noche funde a negro…
Sembrada quedará en sus cenizas
la semilla del árbol de lo efímero.
El vello se eriza, la sangre aprieta,
la piel se abre… Me uno a ti.
Cierro los ojos:

somos sombra sin fractura
sobre un lienzo de luz azul.

El beso, de Pablo Picasso