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sábado, 14 de abril de 2012

réplica (incompleta) a una canción

En el antes enciendo un cigarro,
dejo que la canción me duela.
Cuando el amor vuelve a hervir en la sangre
y los ojos se ponen rojos de despedida,
cuando me revienta el ruido de adentro
y el glup glup del pensamiento se acelera,
cuando la piel se pone a punto y escama
y no le quedan pétalos por escupir,
empiezo la historia que te perdiste,
tecleo las secuencias en que estuviste off
y que tu memoria no se guardó para quererme
de aquella adolescente e insumisa manera.
No sé por dónde empezar el relato
de los dolores que nos callamos,
de los bares que quemé para llegarte
(en los que te comí como si fueras el mundo),
de la primera llamada que aún despierta un escalofrío,
del árbol del que caí aquella noche,
de los poemas que escribí para no sangrar,
de las veces, al fin, que no desbarataste
mis sábanas ni mis razones.

Los colores que nos pintamos hacen sepia la memoria
y a ratos gimen los recuerdos a sus anchas.

Me quedé en el backstage de tus canciones
y en ellas no encontré el amor.
La letra que yo les puse no está en ninguna parte:
no está en youtube, ni en el cuaderno la caligrafía
que le inventé al deseo para no ver que te marchabas.
Me quedé frente a ti
con el a pesar de en cada esquina
(“No hace falta que hagas nada”, me decías.
“Dice que no hace falta que haga nada”, me repetía),
como si quisiera estirar tu espiral desde el centro,
enroscarme en ella y soltar la goma
para que volviera a formarse y yo ya estuviera dentro.
No me entiendas mal: me hice mujer con tu voz
y mi adolescencia todavía se pone armadura en el corazón.
Entiéndelo así: me sigue quemando la edad
cuando te acercas demasiado.
Tal vez no entendí la entrelínea del sexo,
quizá el deseo vibraba interferencias
y no me dejó escuchar
todas las sílabas de tu primer adiós.

En este ahora, el cigarro se consume
y no consigo escribir que el silencio
sabe que aún te quiero…
y ya no hago nada y ya no duele.
Tengo las lunas que nos rompimos a escote,
los besos que siguen ablandando la vida,
el coqueteo taciturno con la ropa puesta,
tu música abrazada a mi fantasía,
la incertidumbre y la confusión
con los cordones atados,
los celos y la saliva que te debo en remojo
y un orgasmo que te pide.
Están la palabra duda mojando la boca
y tu cantar de amigo en los ojos cerrados.
Quedan las playas sin chapuzón,
los desiertos desalojados,
las pensiones sin lencería,
y mi vientre vacío, sin tu pulso.
Mis pies escarban este asfalto
que no rompieron los besos.
Olisqueo toda la naturaleza que sepulta
y nos une en silencio.
Salgo descalza y sin paraguas a tu azotea:
la lluvia nos riega con su verdad a medias
y en las flores se enreda la raíz que nos hermana.
Eres salud y el continúa es esta amistad
como un hoy que no acaba.

Mis dedos se queman
en la calada de más que doy al último verso:
me falta libertad para desbancar la metáfora
y dibujar el corazón que rompe y sana tu mano.
Soy la cobarde que te quiere y se esconde en el poema.

(En el final de la canción enciendo otro cigarro.
No hay repetición ni volver a empezar.
Pero esta lluvia tiene la complicidad de nuestras ventanas.
Seguimos mordiendo las interrogaciones
que abrían y cerraban las preguntas que nos hicimos
en las primeras líneas de este largo nosotros:
del abrazo que guarda este paréntesis nadie sabe,
y en él solo estamos los dos, tú y yo, mojados, queriéndonos,
como signos enlazados en las señales
que siguió aquel dolor prematuro
para encontrar otros tejados
donde lamernos la herida y volver, después,
con la verdad descosida en los ojos
a mirarnos como hoy nos vemos:
amigos, amantes, hermanos…
si el amor no nos falta
qué más da cómo nos llame el tiempo).

[…] no queda tabaco,
pero tengo los pájaros de tu canción.
  







Andrea Mazas, Óscar Martín (chelo), Andrés Sudón (al fondo) y Antonio de Pinto (derecha).  
Fotografías de Inés Poveda. La canción replicada es "Escúpeme tus pétalos", de Andrés Sudón




















































viernes, 6 de abril de 2012

las nubes de la infancia



Uno se pone el chándal y las playeras de la memoria
para recordar cómodamente la niñez,
no sin cierta indulgencia.
Pero
¿qué hacer cuando se atraviesa en el pensamiento
una de esas nubes que se atragantaban
en los recreos de la infancia?


Con más de una se enfadó la boca…
Sin duda, las de piel y espinas
eran las más tozudas.
Costaba tragarlas:
patinaban en la lengua,
se enganchaban en la garganta.
Hasta que no decías
mamá, papá, amigo, columpio, canica, belleza,
ahí seguían,
arañando el miedo.
Más de una vez sentí
cómo volvían a treparme los muros
después de haberlas digerido.

Es curioso que ahora,
          que me quedan pequeñas las diademas
          y los zapatos de charol hacen claqué con los recuerdos,
          que el tiempo amenaza con una cuenta atrás
          y se ennegrece un poquito más cada vez,
          que quiero volver a esconderme
          detrás del sofá y de las cortinas,
          que las tardes por delante no son
          un coche chocón, una noria, un tiovivo,
          ni los paseos y primeros ladridos de mi cachorro
          pero siguen los golpes de frente
          y el arriba abajo, arriba abajo,
          y las luces naranjas y amarillas,
          y el trueque de cromos en los parques,
          y los pies descalzos en la hierba
          el primer día de cada verano,

ahora
          que ciertas pausas siguen sabiendo a mayuca y a mantequilla
          y huelen a leche caliente en el cazo y a cloro y a sal,

ahora
          que algunas tardes se estrangulan con las costuras
          y deshilachan los retales hechos a punto y amor por mi abuela,
          como si tejiera la tristeza de no haberle respirado la voz
          —una vez más, una vez más, una vez más
          y haberle cogido la mano más fuerte al gran hombre
          antes de que se fuera a navegar el cielo negro, 

ahora 
          que alguna hora de la noche es mercromina
          y empapa los pañuelos y los ojos
          sin que sequen el llanto mudo
          ni cierren la herida que no se ve,

ahora
presiento cómo vuelve el berrinche
cuando las nubes de la infancia saludan
desde un rinconcito del papel
o desde la oscuridad del ser,
cuando aceleran el pulso y hacen ruido en los engranajes,
cuando chirrían en la cadena de mi primera be hache
y hacen mate a las fotografías que no retratan
todas las sonrisas de aquella niña de peto que sólo quería
quitarse los patines de la bici y los manguitos
y sangrar la primera caída o beber la primera aguadilla,

ahora
es fácil hacer las paces con ellas,
con mis nubecitas,
y les pongo cielos y trabas en la boca
para que en ella se queden
y lluevan o clareen
mientras voy ajustando el uniforme de la memoria
para darle la talla precisa a este presente,
en el que no hay día sin placeres
porque entonces, con el ser a medias,
nunca me faltó una nube.
 

andrea mazas

'The Cloud Eaters', de Joe Webb